Una ballena ve a los hombres Antonio Tabucchi Siempre muy ajetreados, y con largas extremidades que agitan con frecuencia. Y son muy poco redondos, sin la majestuosidad de las formas consumadas y suficientes, y con una minúscula cabeza móvil en la que parece concentrarse toda su extraña vida. Llegan deslizándose sobre el mar, pero no nadando, como si fueran pájaros, e infieren la muerte con fragilidad y grácil ferocidad. Permanecen largo rato en silencio, pero luego gritan entre ellos con repentina furia, con un galimatías de sonidos que apenas varían y que carecen de la perfección de nuestros sonidos esenciales: reclamo, amor, llanto de duelo. Y qué penoso debe de resultarles amarse: e híspido, casi brusco, inmediato, sin una mullida capa de grasa, favorecido por su naturaleza filiforme que no prevé la heroica dificultad de la unión ni los tiernos esfuerzos para conseguirla. No les gusta el agua, y la temen, y no se entiende por qué vienen tan a menudo. También ellos van en bancos